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Bajo las bombas

Actualizado: 20 ago


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Todo lo que se cuenta aquí es la pura verdad, cuya información procede de las memorias que Eloy Rodríguez Gómez escribió de su puño y letra. Yo sólo me he tomado la licencia de narrarlo en un tono novelístico, porque a veces la vida se transforma en novela. Corría el año 1937 y Málaga estaba a punto de caer en manos del ejército de Franco. Esto fue lo que sucedió.


DÍA 7 DE FEBRERO

Un conocido nos ha visitado. Se llama don Esteban Díaz. Es un vecino de la localidad de Lagos al que mi padre le hizo unos muebles de pino para su comercio. Ha venido para saldar su deuda, aunque también nos trae noticias desalentadoras. Nos dice que el ejército fascista está a las puertas de Vélez-Málaga. Si éste ataca la ciudad, caerán bombas… y las bombas no entienden de buenos y malos. Esteban nos ofrece irnos a su finca unos días hasta que las aguas se calmen. Mi padre acepta.


DÍA 8 DE FEBRERO   

De madrugada nos despierta un terrible estruendo. Las tropas republicanas han prendido fuego a un polvorín para impedir que la munición caiga en manos enemigas. La explosión ha sido tan tremenda que la mayoría de la población ha empezado a huir despavorida. Nosotros nos marchamos de Vélez poco antes del amanecer.


La comitiva está formada por mi padre, mi madre con un bebé recién nacido y seis hermanos. Justo antes de salir, mi tío Paco y su esposa, con sus dos hijos y su suegra, se nos han unido. En total somos catorce personas. Vamos con la ropa puesta. No necesitamos nada más, ¿para qué, si vamos a regresar pronto? Mi madre me ha puesto mis primeros pantalones largos. Esto significaba que estoy muy cerca de convertirme en un hombre. De hecho, tengo 14 años.


Tomamos el camino de las Campiñuelas y en un par de horas llegamos a Lagos. Lo que observamos allí nos deja sin aliento. Hay tanta gente que me recuerda a un día de feria muy concurrido. Ancianos, niños, mujeres, hombres, soldados en retirada marchan hacia Almería por la carretera de la costa, la cual aún no ha sido cortada por el enemigo. La mayoría va a pie. Los más afortunados, en carros. Hay algunos camiones cargados de soldados, los cuales intentan adelantar a la muchedumbre a duras penas. Todos, absolutamente todos, tienen el semblante de la cara oscurecido, una mezcla de angustia y cansancio.


Nos reunimos con Esteban Díaz, quien nos recibe dándonos pan con aceite. Entonces, hace llamar a mi padre y los dos se alejan para hablar en privado. Me acerco sigilosamente, lo suficiente para oír la conversación. Esteban le explica que, cuando nos ofreció asilo, él se refirió a nuestra familia y no a la de mi tío. Por lo tanto, no podía alojar a todo el mundo en su finca. Mi padre le responde que las cosas han ocurrido así y donde vaya él irán todos. Se rompe el pacto.


Ahora no sabemos si volver a Vélez o seguir hacia Almería. Tenemos miedo de regresar al pueblo y ser prendidos por los fascistas. La votación es unánime. Seguiremos hacia adelante.


De repente, nos atacan. Pasan aviones por encima de nuestras cabezas y descargan sus obuses sobre la marea humana. Desde el mar dos barcos nos lanzan proyectiles. Esto es un infierno. Oímos el estruendo de las bombas al explosionar, los gritos de la gente. Afortunadamente no caen cerca de nosotros.

  

Está lloviendo mucho. En realidad llevamos varios días de aguacero. En las inmediaciones de Nerja nos refugiamos en un molino de aceite abandonado hasta que la lluvia amaina. Luego, seguimos caminando.


Está oscureciendo. Cerca de la Herradura decidimos refugiarnos en una covacha junto a la carretera. No podemos hacer fuego por miedo a que los barcos los localicen y nos masacren. Tengo frío y estoy empapado.


DÍA 9 DE FEBRERO   

Nos levantamos temprano. Está esclareciendo. Le digo a mis padres que quiero hacer mis necesidades, así que me alejo de ellos y subo por una cañada. Más arriba llego a un saliente desde donde puedo divisar los barcos en el mar. Son dos, formidables, de color gris. En sus proas y popas puedo distinguir los temibles cañones apuntando hacia la costa constantemente. Cuando estoy evacuando, escucho un silbido y caen varios obuses a poca distancia. Me tiro al suelo para protegerme. El bombardeo dura una media hora.


En cuanto creo que la cosa se ha calmado, me levanto y me dispongo a regresar. Entonces, escucho un siseo. Miro hacia arriba y veo unos ocho soldados republicanos escondidos detrás de unos matorrales. Uno de ellos me dice que me quede quieto porque los barcos aún nos están vigilando. Pasan los minutos, pero no hay ningún nuevo ataque. Los soldados comienzan a salir de su escondite lentamente cuando, súbitamente, les cae un proyectil encima. Yo me caigo de bruces. Siento la tierra temblar.


No sé cuánto tiempo ha pasado. Pero cuando creo que los barcos ya se han ido, me levanto y me acerco al lugar del impacto. Mis ojos no dan crédito a lo que veo. Los cuerpos de los soldados republicanos están destrozados por la metralla. No ha quedado nadie con vida. Hay un objeto en el cráter que ha formado el obús. Se trata del casco de uno de los fallecidos. Me lo pongo en la cabeza y huyo precipitadamente de aquel lugar.


Al llegar a la carretera, encuentro docenas de cadáveres en el suelo. Me acerco a cada uno de ellos para examinarlos. Suelto un suspiro de alivio. Nadie es de mi familia. Sigo a la marea humana, la cual avanza inexorablemente hacia el este.


En las afueras de Almuñecar encuentro a mi tío y a mi primo de 2 años. Me dice que se ha perdido tras el bombardeo y no sabe dónde se encuentra el resto de la familia. Me pregunta si me puedo quedar con su hijo mientras él baja al pueblo a comprar provisiones. No hemos comida nada desde ayer. Estoy hambriento.


Entonces, las bombas comienzan a caer otra vez. Se producen gritos. Hay gente corriendo y tropezando. Estrés, muerte. Tengo mucho miedo. No sé qué hacer. Coloco a mi primo sobre mis hombros y continúo hacia Almería, dejando a mi tío atrás.


Anochece. Una familia con tres bestias atadas las unas con las otras pasan al lado mío. A la cabeza hay un caballo con el dueño y su mujer, detrás un burro con una anciana y, por último, otro burro cargado de colchones. Me pregunto por qué no me ayudan. Estoy exhausto y hambriento. Aquel hombre seguramente no tiene buen corazón. Podrían quizás permitir que mi primo montara sobre los colchones. De este modo, aliviaría mi carga. Pero no lo hizo. Me miró con indiferencia y siguió su camino.


Se me ocurre una idea que podría ayudarnos. Me digo a mí mismo “eso no está bien”. Pero es la guerra y hay que sobrevivir. Me acerco al burro que porta los colchones. Saco una navaja y corto la soga que lo une con las otras bestias. Salgo de la carretera con el burro y espero una hora. Cuando creo que los dueños están ya lejos, me reincorporo... Ya tenemos transporte.


Mas adelante nos metemos en un ventorro para dormir, donde se refugia una compañía de soldados. Me preguntan de dónde vengo y qué hago solo con una criatura de tan solo dos años. Les cuento que el niño es en realidad el hijo de mi tío Paco y que nos separamos de él por culpa de los bombardeos. Entonces, los soldados comienzan a gritar su nombre. ¡Paco! ¡Paco! ¡Paco! La voz se va poco a poco expandiendo a la gente que, aun siendo de noche, continúa marchando. La mofa se convierte en un festival de llamadas a mi tío. Las carcajadas de los soldados alivian un poco el malestar que sufrimos.


DÍA 10 DE FEBRERO   

Por la mañana los soldados se van. Nos acercamos al burro. Está sentado en el suelo y no quiere levantarse. Algunas personas intentan ayudarme a ponerlo en pie, pero no hay manera. Aquel animal está moribundo. Ha debido de recorrer incontables kilómetros. Continuamos sin él. De nuevo, con mi primo sobre mis hombros.


Poco después, algo nos retiene. La gente está agolpada y apenas puede avanzar. Oímos gritos de advertencias ¡El puente está cortado! No podemos seguir. Además, las lluvias han provocado que el río esté hasta los topes. Algunas personas desesperadas intentan atravesarlo a nado, pero la corriente los arrastra y acaban ahogándose. Hay mucha tensión. Los fascistas vienen pisándonos los talones. ¿Qué vamos a hacer? Nos indican que más arriba los soldados republicanos han construido un puente de madera. Con suerte conseguimos cruzar y llegamos finalmente a Motril.


En Motril paso el resto del día esperando a mi familia. No sé si ellos van delante o detrás mía.


Cae la noche. No sé a dónde ir. Me he acordado de que una vez mi padre me dijo que, si alguna vez necesitaba ayuda, fuera a la casa del pueblo, porque allí encontraría la solidaridad de los hermanos obreros. Localizo la casa del pueblo de Motril. Los socialistas nos acogen con suma cortesía. Nos dan comida y nos ofrecen un sofá para dormir, pese a que aquí no cabe un alfiler.


DÍA 11 DE FEBRERO   

Me despierto repentinamente. Todavía es de noche. Hay mucho jaleo en la Casa del Pueblo. Un hombre me coge del hombro y me dice que tenemos encima a los fascistas; que, si quiero encontrarme con mis padres, debemos marcharnos ahora mismo. Salimos de Motril. Llueve de nuevo. El rumor de las explosiones se escucha constantemente.


Se hace de día. A un lado de la carretera veo un carrillo de mano con una manta que cubre un bulto. ¿Y si uso el carrillo para transportar a mi primo? Me acerco y tiro de la manta. Lo que hay debajo me deja petrificado. Es el cadáver de un anciano, fallecido quizás por el cansancio, el frío o el hambre.


Más adelante, reconozco a un hombre de Vélez. Conduce un carro con una mula. Se baja del carro y coge las bridas de la mula. Maniobrando con ímpetu, acerca el carro y la mula al filo de un barranco hasta que consigue despeñarlos. Acto seguido, se frota los brazos como si se quitara el polvo de la ropa. “Lo he perdido todo. Mujer e hijos”, dice con un susurro. Nadie puede convencerlo para que continúe. Allí se quedó, en silencio, mirando en lontananza hacia el mar. Nunca más volví a ver a aquel hombre.


En la carretera está llena de objetos abandonados. Muchas personas huyeron con la casa a cuestas. Pero cuando se vieron en aquella situación, atosigados por los ataques, lo abandonaron todo. Esparcidos por el suelo se ven fardos de ropa, colchones, una gramola, un par de bicicletas y un sinfín de mobiliarios. Me fijo en un bulto pequeño. Lo cojo. Apenas pesa. Me lo llevo.


Al poco, nos topamos con un hombre que intenta arrancar un coche. Éste nos pregunta si podemos empujar y, además, nos dice que, si logramos echarlo a andar, nos dejaría subir. Unos pocos se unen a mi y comenzamos a empujar. Conseguimos hacerlo arrancar, pero, muy a nuestro pesar, el conductor se marcha sin nosotros. Lo vemos sacando el brazo por la ventanilla y haciéndonos la peseta. ¡Será hijo puta! Aquello era la guerra. El sálvese quien pueda.


Más adelante, llegamos a Adra. Me pongo en la cola de una panadería. Tengo algo de calderilla gracias a lo cual podré comprar un pan. Mientras tanto, desato el bulto que cogí antes. ¡Qué sorpresa la mía! ¡Contiene cajetillas de tabaco! Al ver aquello, los hombres se vuelven locos. Todo el mundo quiere fumar. Así que vendo gran parte de la mercancía. Supongo que el cigarro es para los hombres un tranquilizante frente a los aciagos momentos que estaban viviendo.


Deambulo por las calles de Adra. Me paro frente a una vivienda. Hay gente entrando y saliendo. Parece que los dueños no están y están saqueándola. Entro. Cruzo un patio con limoneros y naranjos. Cojo un par de limones. Me introduzco en una cocina. Cojo un tarro con sal de una estantería. Entro en un cuarto de baño. Cojo un estuche de aseo, el cual contiene una pastilla de jabón, una brocha y una maquinilla de afeitar. Me largo de allí con mi botín.


De nuevo en la calle. Da la casualidad de que me topo con otra persona conocida de Vélez. Me aproximo a él y le llamo por su nombre. Él no me reconoce. Le digo que soy Eloy, el hijo de Manolín el carpintero. He tenido que causarle bastante impresión porque su cara denota asombro. Me dice que parezco otra persona, pues estoy sucio, manchado de barro, con los pantalones largos rotos por los bajos y un pequeñuelo de dos años sobre los hombros. Me abraza y me lleva a un lugar donde hay más personas conocidas.


Son todos milicianos de las Juventudes Socialistas, amigos de mi padre. Me saludan con alegría y me instan a sentarme con ellos. Están cocinando un arroz con cordero. Alguien pregunta si hay sal. Nadie tiene. Yo les entrego mi tarro. El cocinero vierte sobre el arroz una abundante cantidad de sal. Tras hacer reposar el arroz, reparten los platos y empezamos a comer. Los primeros en echarse la cuchara a la boca escupen el arroz y maldicen. ¡Qué diablos! ¡Está dulce! Entonces nos damos cuenta de que el tarro no contenía sal, ¡sino azúcar! De todas formas, nos comimos el arroz. Preferimos esto que morirnos de hambre.


Al caer la noche, dormimos debajo de un carro, que nos sirve de vivac en tales circunstancias. Nos encontramos cerca de Almería, o eso dicen.


DÍA 12 DE FEBRERO   

Al alba nos despertamos. Los milicianos se suben al carro para continuar. Con tono severo uno de ellos me dice que no puedo montarme por la falta de espacio. Sólo dejan subir a mi primo, al cual lo colocan entre las piernas de aquellos hombres. Me explican que llevaran al niño a un lugar seguro de Almería y una vez allí podré reencontrarme con él. Yo me entristezco. No me gustan las despedidas. Me niego a quedarme solo. Cuando el carro comienza a moverse, corro detrás de él sujetando con una mano una estera que pende en su parte trasera. Mantengo una velocidad constante. Para impedir que se me seque la boca, mastico un trozo de esparto. Si los caballos estuviesen frescos, me habrían dejado atrás. Sin embargo, parecen cansados, pues van a trote lento. No sé cuántas horas estoy corriendo.


A media tarde divisamos el perfil de una urbe. Frente a nosotros está Almería, la ciudad de la esperanza, bastión de la República. Espero encontrar a mis padres.

2 comentarios


Perfecto el toque novelado, parece fuerte novelado

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Me ha encantado, cómo puedo conseguirla?un abrazo enorme

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