Dios en el cielo y yo en Canillas
- Chesko González
- 8 nov 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 20 ago

En Sierra Tejeda, justo a los pies de la Maroma, el pico más alto de Málaga, se encuentra el pueblo de Canillas de Aceituno. Sus estrechas calles fueron testigo de uno de los acontecimientos más polémicos del siglo XX, cuyo titular “motín popular en Canillas” dio prácticamente la vuelta al mundo (llegó a ser noticia en el periódico New York Times). De hecho, fue tan célebre que incluso se convirtió en un asunto de Estado, teniendo como telón de fondo una ley fiscal que llevaba décadas produciendo un profundo malestar en las clases populares.
Pero antes de continuar, conozcamos el contexto.
Ocurrió una mañana de primavera de 1911. El entonces alcalde de Canillas, José Marín Pardo, del partido Conservador, detestaba a los republicanos por sus ideas políticas de progreso. Se enfadaba a menudo cuando hablaban tan mal del omnipotente marqués Larios, al que le debía mucho, nada menos que el cargo de alcalde que ejercía desde hacía más de 20 años. Hacía poco que se había inaugurado un Círculo Instructivo Republicano en el pueblo y sabía de buena tinta que muchos vecinos se habían inscrito. Esto le sacaba de sus casillas. No obstante, estos republicanos no tenían ninguna posiblidad contra el alcalde, ya que su poder era tal que solía jactarse en público diciendo: –¡Dios en el cielo y yo en Canillas!–.
El Impuesto de Consumos fue un impuesto indirecto muy criticado por gravar los bienes de primera necesidad: alimentos, bebidas alcohólicas, combustibles y sal principalmente. Fue, además, motivo de arduos debates políticos, siendo el Partido Republicano y el Socialista los que más se esforzaron por abolirlo. En aquel tiempo, el alcalde de Canillas adeudaba 200.000 pesetas a Hacienda desde hacía más de una década, pretexto que utilizó para iniciar una despiadada campaña de embargos. Esto motivó que un año antes, en 1910, un grupo de descontentos canilleros viajaran a la capital para quejarse ante el Gobernador Civil de la provincia.

Entonces, la situación explotó.
La mañana del Sábado Santo, que ese año de 1911 cayó un 8 de abril, el agente ejecutivo Enrique Castillo y un guarda municipal se hallaban – por petición del alcalde – registrando los cortijos de las Chozas y Rubite. La comitiva se presentó en la casa de José Roca Fernández, pero este se encontraba ausente. Entonces, incumpliendo los trámites legales, y haciendo caso omiso de las súplicas de su esposa, los agentes municipales le decomisaron siete cerdos y un burro, llevándoselos al pueblo. Cuando José Roca regresó del trabajo, no daba crédito a lo que había pasado: les habían quitado el único sustento que tenían para vivir. Llegó a pensar que el alcalde le hacía la vida imposible por sus ideas republicanas. Aunque fuese así, él no se iba a quedar de brazos cruzados.
Al día siguiente, Domingo de Ramos, unas 150 personas, a cuya cabeza estaba José Roca, se presentaron en el ayuntamiento exigiendo la devolución de los animales decomisados, a lo que el alcalde se negó; entonces, el grupo se marchó a la posada del pueblo, lugar donde los habían guardado, abrieron el portón y se adueñaron de ellos. Enrique Castillo y varios guardas intentaron contener a los exaltados vecinos. Uno de los guardas se puso nervioso e hirió de un balazo en la nuca al vecino Francisco Palomo Peláez. Los ánimos estaban muy caldeados. La muchedumbre se abalanzó sobre el agente Castillo, pero este pudo zafarse y salió huyendo hacia el Cuartel de la Guardia Civil, que se encontraba a poca distancia de la posada. El sargento Francisco Puertas y otros dos guardias civiles, única dotación del cuartel, oyeron la detonación. El sargento salió a la calle y comenzó a disparar contra el gentío desde el umbral de la puerta. Se producen gritos, alboroto, jaleo. Varios vecinos consiguieron acercarse al sargento Puertas y le dieron una paliza. En ese preciso instante, dos guardias civiles salieron al balcón y dispararon diecisiete veces con sus máuseres. Al cabo de un rato, la masa se dispersó y en el suelo quedaron varios cuerpos, entre cadáveres y heridos.
Los muertos fueron Francisco Álvarez Muñoz (a) Frasco, con la cara completamente destrozada y por ello no pudo ser identificado hasta la noche; Juan Peláez González, de 41 años, casado y con siete hijos. Presentaba un balazo en el pecho y su cuerpo no fue levantado por orden judicial hasta el día siguiente: le encontraron un cigarro en la boca que no pudo terminar; Juan Vinuesa Reyes, con tres balazos en el pecho; y Francisco Guerrero Núñez, con heridas gravísimas, por lo cual murió días después.
Los heridos fueron Francisco Palomo Ruiz, con una bala en el cuello; Miguel Rando Peláez, con una bala en el muslo derecho, Antonio Pérez Medina, con el brazo izquierdo atravesado. El sargento Francisco Puertas sufrió heridas y rasguños, sobre todo en la cabeza y cuello, con 24 postas.
El alcalde José Marín Pardo, tras el tiroteo, envió un telegrama al Gobernador Civil de la provincia, levantando falsos testimonios. Dijo que: «A la una de la tarde se han revolucionado los republicanos de esta villa, levantándose en armas, pretendiendo asaltar el cuartel de la Guardia Civil». Un contingente de Guardias de Vélez-Málaga se trasladó a Canillas de Aceituno. Detuvieron a diez vecinos presuntamente implicados en la reyerta, entre ellos una mujer, a quienes juzgaron en consejo de guerra. Fueron acusados de insultar de obra a la fuerza armada y herir a un oficial del Ejército. El juicio tuvo lugar en el Cuartel de Capuchinos de la capital y la sentencia fue durísima. Gracias a la intervención del diputado republicano Hermenegildo Giner de los Ríos en el Consejo de Ministros, hubo un segundo juicio, en 1913, y esta vez consiguieron la absolución.

Para concluir, los vecinos de Canillas de Aceituno pagaron por las políticas de extorsión económica del entonces alcalde, que nunca fue juzgado y solo fue cesado de su cargo gracias a la presión mediática. Los Guardias Civiles, que dispararon sin proceder a los toques de atención correspondientes, quedaron también impunes. Por otro lado, las familias de los presos cayeron en desgracia, a las cuales se les ayudó con donativos.







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