El triángulo azul
- Chesko González
- 18 ago
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Actualizado: 20 ago

UN REPUBLICANO ESPAÑOL EN EL EJÉRCITO FRANCÉS
José Marfil Peralta, natural de Rincón de la Victoria, cruzó la frontera francesa el 9 de febrero de 1939 con apenas 18 años. Lo hizo acompañado de miles de soldados republicanos en retirada tras la derrota en la Guerra Civil Española. Pronto descubriría que aquel paso no conducía a la libertad, sino a un abismo que se prolongaría durante cinco interminables años.
Tras una breve y penosa estancia en el campo de internamiento de Vernet d’Ariège, donde sobrevivió en condiciones infrahumanas, se alistó junto a su padre en el 41º Regimiento de Trabajadores Extranjeros del Ejército francés, una unidad formada, en su mayoría, por exiliados republicanos españoles. Fue destinado a la línea Maginot, la gran muralla defensiva francesa frente al Tercer Reich, donde se dedicó a la construcción de fortificaciones.


Sin embargo, el 10 de mayo de 1940, los nazis iniciaron la ofensiva con el plan “Fall Gelb”, flanqueando la línea Maginot por las Ardenas, un terreno abrupto y boscoso que los franceses habían creído infranqueable. Así comenzó la invasión de Francia. El regimiento de Marfil se replegó desesperadamente hacia la playa de Bray-Dunes, cerca de Dunkerque, con la esperanza de ser evacuado al Reino Unido. Allí fue testigo del caos de la retirada aliada: un escenario desolador marcado por el estruendo de los bombardeos, la artillería enemiga, y los cuerpos sin vida que jalonaban caminos y orillas.
José y su padre no llegaron a tiempo para embarcar. Al intentar regresar en busca de su unidad, fueron capturados por la Gestapo. Su padre, José Marfil Escalona, fue separado de él. Nunca más volvió a verlo. Murió poco después, en Mauthausen.
DE CÁRCEL EN CÁRCEL
El primer destino de José tras su detención fue la prisión en Toulouse, donde fue sometido a largos interrogatorios. De allí fue trasladado al campo de Vernet, utilizado entonces para internar a republicanos españoles, comunistas y refugiados políticos. Más tarde pasó por el campo de Compiègne, centro de clasificación utilizado por los nazis antes de deportar a los prisioneros hacia Alemania o Austria.
En este momento, José no fue tratado como prisionero de guerra, ya que los republicanos españoles, considerados enemigos ilegítimos del nuevo Estado español, habían sido despojados de su nacionalidad por el decreto de Franco del 22 de septiembre de 1940. Eran, básicamente, apátridas. Por ello, en lugar de ser enviados a los campos militares ordinarios (Oflags o Stalags), fueron deportados a los campos de concentración. El destino de José sería Mauthausen.
LA LLEGADA A MAUTHAUSEN
El trayecto en un tren de ganado fue una pesadilla: hacinamiento extremo, calor asfixiante, hambre, sed y miedo. Al llegar al campo, comenzó el infierno. Al abrirse las puertas del vagón, los prisioneros fueron recibidos con gritos, golpes y perros que ladraban furiosos, manejados por miembros de las SS armados con fusiles y porras. Obligados a desnudarse, pasaron por una ducha helada, fueron rapados por completo y vestidos con uniformes de rayas. José dejó de llamarse por su nombre y recibió el número 4.355.
Días después, se le asignó un nuevo uniforme con un triángulo azul y una “S” en el centro. El triángulo identificaba a los presos políticos; la “S”, de Spanien, indicaba su origen español. El símbolo también representaba su condición de apátrida (Staatenlos), consecuencia directa del decreto franquista que negaba la nacionalidad a quienes, como José, habían defendido la República y se encontraban exiliados.
Sin patria, sin libertad y sin identidad, Se adentró en un periodo de oscuridad e incertidumbre.
EL DÍA A DÍA EN EL CAMPO
Entre 1940 y 1945, José pasó por los campos de Mauthausen y Gusen. Durante ese tiempo fue testigo del horror cotidiano: especialmente los judíos, que eran sistemáticamente asesinados o se suicidaban arrojándose contra las alambradas eléctricas. La desnutrición, el frío, los trabajos forzados y la violencia física iban convirtiendo a los prisioneros en sombras humanas.

Las jornadas comenzaban antes del amanecer, al toque de diana. Los prisioneros eran conducidos a las canteras de granito, donde se enfrentaban a la temida escalera de la muerte, de 186 peldaños, bajo la vigilancia de kapos y guardias despiadados. José fue víctima de frecuentes palizas, sobre todo a manos de los kapos, prisioneros comunes con autoridad sobre los demás y privilegios a cambio de ejercer la violencia.
Al caer la noche, el terror no cesaba: las ejecuciones, castigos arbitrarios y torturas mantenían el miedo en cada rincón. Una vez, un compañero español fue sacado del barracón y lo iban a ejecutar. Justo antes del disparo, un grupo de presos gritó para distraer a los guardias. Milagrosamente, pararon la ejecución y el hombre se salvó, aunque no siempre estas acciones tenían un final feliz.
La solidaridad era clave para la supervivencia. Compartían trozos de pan, mensajes escondidos, palabras de ánimo, recuerdos familiares. Un día, un preso francés consiguió una naranja: en lugar de guardársela, la repartió entre varios compañeros, incluido José. Un gesto mínimo, pero de una humanidad inmensa para aquellos aciagos momentos.
TORTURA, ASESINATO Y TERROR
La muerte era rutina. José presenció una de las prácticas más crueles de Mauthausen: arrojar prisioneros al vacío desde una gran altura de la cantera. Los SS llamaban con sarcasmo a ese lugar el muro de los paracaidistas. Les empujaban uno a uno, riéndose y diciendo: “¡Vamos, salta! ¿No eres un valiente comunista?”

Los recuentos también se utilizaban como tortura. Pasaban horas en formación bajo la lluvia o la nieve. Si alguien se movía o desfallecía por cansancio, era golpeado o ejecutado. En una ocasión, el recuento duró más de doce horas porque faltaba un prisionero desaparecido, cuyo cadáver aún no había sido hallado.
José también fue obligado a transportar cuerpos apilados como sacos, camino del crematorio. No se permitían emociones: llorar o rezar era motivo de castigo. A veces, la humillación llegaba a niveles grotescos.
En una ocasión, José y otros prisioneros fueron castigados por no haber dejado limpio el suelo de una barraca como los SS querían. El castigo fue limpiar todo el suelo de rodillas con cepillos de dientes. Tardaron horas. Mientras tanto, los soldados nazis se burlaban y escupían en el suelo para obligarles a limpiar de nuevo.
ENTRE JUDÍOS Y REPUBLICANOS
Aunque los prisioneros eran segregados por categorías, el contacto entre republicanos y judíos era frecuente durante el trabajo o en las zonas comunes.
José recordaba a un joven judío húngaro que no hablaba ni francés ni alemán. Un día, agotado, no pudo caminar. José partió su trozo de pan y le dio la mitad. El joven rompió a llorar. Pocos días después desapareció. Quizás fue ejecutado o murió por el hambre.
En otra ocasión, un anciano judío rezaba en voz baja, arriesgando la vida. José le preguntó qué rezaba. El hombre le respondió: “Rezo por ti. Por todos los que estamos aquí. Y por los que ya no están”. José guardó ese momento como uno de los más espirituales y conmovedores que vivió en aquel infierno.

En el campo había un prisionero judío que era sastre profesional. Algunos kapos alemanes le dejaban arreglar sus uniformes, y gracias a ese "privilegio", pudo esconder trozos de tela o hilo que luego servían para que los presos se remendaran ropa, guantes o bolsas. Aunque estaba muy vigilado, logró pasar pequeños retazos a José y a otros compañeros. Un día, uno de los SS se dio cuenta, y el sastre fue ejecutado públicamente.
En los últimos meses, José trabó amistad con un prisionero judío alemán que había sido profesor de filosofía y hablaba español con acento argentino. Este hombre le ayudó a aprender palabras en alemán para comunicarse mejor con los kapos y así evitar castigos. Le gustaba hablar de Platón y le decía que “el alma era más libre que el cuerpo”, dándole fuerza mental para seguir sobreviviendo.

LA LIBERACIÓN
José vivió la liberación del campo. Muchos no se atrevieron a salir de las barracas por miedo a una trampa. Un preso español cosió una bandera tricolor con retales y la alzó desde una ventana en cuanto vio entrar a los soldados estadounidenses.
Los liberadores repartieron pan, chocolate, carne enlatada. Muchos presos, desnutridos, comieron en exceso y enfermaron. José recordaba que un soldado negro le entregó un trozo de pan y le acarició el hombro. Fue, dijo, el primer gesto de ternura que recibía en años.
En los días siguientes, los presos tomaron el control. Algunos kapos intentaron disfrazarse o mezclarse, pero fueron descubiertos. Aunque los norteamericanos impusieron el orden, hubo momentos de justicia espontánea.

Durante días, nadie se atrevía a cruzar la puerta. La libertad era un concepto ajeno. Finalmente, un soldado se acercó a José y le dijo en francés:
—¡Puedes marcharte! Ya eres libre.
Él respondió:
—¿Libre? ¿Y adónde voy si ya no tengo país?
Y sin embargo, era libre. Salió del campo buscando un futuro incierto. Vivió exiliado en Francia, como superviviente del Holocausto y como testigo incansable de la barbarie. Murió en 2018, dejando su testimonio en el libro J'ai survécu à l'enfer nazi (Editorial L’Harmattan, 2003), del que se han tomado las anécdotas para este relato.
FUENTES
-- MARFIL PERALTA, JOSÉ (2003): J'ai survécu à l'enfer nazi. Editorial L’Harmattan
-- Archivos digitales de la Biblioteca Nacional de España.
-- Fotografías digitales de Francesc Boix en United States Holocaust Memorial Museum.
-- Periódico digital www.eldiario. es
-- Chat gpt: coloración de la foto de portada del artí







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