Garnacha y Golilla
- Chesko González
- 7 sept
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Actualizado: 10 sept

PRIMEROS AÑOS
Diego Bartolomé Bravo de Anaya nació en Vélez-Málaga el 4 de marzo de 1657, hijo de una estirpe de militares y cargos públicos. Su padre, Alonso Bravo, fue capitán de milicias y regidor. Sus abuelos, alféreces y nobles con apellido de peso en España (Bravo de Mansilla, Anaya Vélez y Mendoza). En esa atmósfera de honores y títulos se forjó el joven Diego Bartolomé, que muy pronto cambió los pasillos del cabildo por el latín de las aulas: bachiller en Filosofía por Sevilla, en Cánones por Alcalá, doctor en Leyes y catedrático de Prima en la Universidad de Granada. Obtuvo el título de magistrado en la Chancillería granadina en 1684. Su camino volvió a cambiar años después y le llevó a una nueva empresa que, quizás, le reportaría mayores honores: las Indias.
VIAJAR A AMÉRICA
A finales del siglo XVII Los requisitos para viajar a América seguían siendo muy estrictos. Era obligatorio presentar ante la Casa de Contratación y el Consejo de Indias una serie de documentos que acreditaba la pureza del linaje y su condición social: informaciones sobre la limpieza de sangre –demostrar que no tenía descendencia morisca o judía–, pliegue de testigos y recomendaciones, así como títulos oficiales. Con este proceder la corona tenía un mayor control de la tripulación que iba a las colonias.
UN LÍO DE FALDAS
En 1689, por recomendación del Consejo de Indias, Bravo fue nombrado “oidor” de la Audiencia de Santo Domingo de Guzmán –la primera que se fundó en América en 1511– para cubrir la vacante de Bruno González de Sepúlveda. Un oidor era un cargo jurídico de suma responsabilidad, el equivalente de un magistrado letrado del alto tribunal de la Monarquía Hispana en América. Además, podían obtener un cargo político interino, si faltaba el presidente (virrey o gobernador), asumiendo la gobernación.

Pero antes del embarque tuvo que resolver un lío de faldas. La también veleña Catalina Aguado Vázquez de la Quadra le reclamó por un hijo que había tenido con él y por la promesa —incumplida— de matrimonio. La Corte detuvo su salida hasta resolver el pleito. En la Castilla del XVII, si un varón seducía a una mujer “honesta”, es decir, de alta alcurnia, manteniendo relaciones sexuales o prometiéndole casarse con ella (lo que el derecho llamaba estupro con promesa) la justicia podía forzar el cumplimiento de la promesa (si la mujer lo quería y no había impedimentos). ¿Cómo se hacía? Pues con una reparación tanto moral –reconocimiento del hijo– como económica –entrega de una dote–.

Parece ser que el pleito acabó a favor de Bravo, quien no reconoció al hijo de Catalina, y el 28 de enero de 1691 este se casó con Ana Micaela de Ortega, con la que tuvo un hijo un año después. Arreglado el asunto, partió con licencia de embarque el 18 de marzo de 1692, acompañado de su mujer, hijo y criados.
UN NUEVO MUNDO
Cuando el navío avistó el Caribe, nada le hizo predecir el clímax de corrupción en el que se encontraban las colonias españolas. Venezuela –provincia adjunta administrada por la Real Audiencia de Santo Domingo– estaba gobernada por Diego Jiménez de Enciso y González de Herrera, marqués del Casal, a quien acusaban por fraudes, cohechos y el uso de tenientes itinerantes que extorsionaban a los vecinos. En otras palabras, un teniente itinerante era un subdelegado del gobernador que viajaba de pueblo en pueblo aplicando labores de justicia, policía, guerra y hacienda. Como no estaban sometidos al control de los cabildos locales, algunos de ellos abusaban con cohechos, exacciones, prisiones arbitrarias o extorsión por dinero. De ahí que los cabildos estuvieran continuamente quejándose ante los tribunales.

La Real Audiencia de Santo Domingo envió a Bravo “en nombre del rey” el 12 de marzo de 1692 para investigar este caso. Llegó, escuchó al cabildo y destituyó al gobernador el 19 de mayo, embargando sus bienes y enviándolo preso a España. Acto seguido asumió el mando de virrey/gobernador hasta 1699, en cuya fecha regresó a España.
Durante estos años sus tareas fueron las de agilizar el cobro de atrasos que los indígenas debían al fisco; organizar el gobierno político de los pueblos de indios, nombrando autoridades locales y creando un censo fiscal; y sanear la “Media anata”, una especie de impuesto ligado a los nombramientos administrativos. Esta última resolución fue la que más irritó a los criollos, los cuales elevaron al rey su disconformidad, atacando directamente a la reputación de Bravo.
REGRESO A ESPAÑA
Pese a los inconvenientes que tuvo, sus acciones en las Indias fueron reconocidas por la monarquía y le nombraron ministro togado del Consejo de Hacienda (1700) y, en 1703, consiguió el hábito de Calatrava. Murió este mismo año.
En resumen, la trayectoria de Bravo de Anaya es la estratigrafía de un funcionario formado en las universidades andaluzas que, al cruzar el océano, estuvo en contacto directo con los tejemenejes de la administración colonial, a veces farragosa y enquistada en luchas de intereses.
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