La epidemia de 1804
- Chesko González
- 9 oct 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 20 ago

Todavía yacen en nuestra memoria las aciagas jornadas de la reciente pandemia, la cual dejó la friolera cifra de 15 millones de muertos en todo el mundo. Recordamos con tristeza las terribles imágenes de los hospitales colapsados, las calles desiertas y las noticias de la televisión anunciando las cifras de fallecidos. Vivimos la evolución de la enfermedad a tiempo real y la combatimos lo mejor que pudimos. Al final ganamos esta partida, aunque muchas personas se quedaron en el camino. Pero ¿cómo se vivía esta misma situación en el pasado, antes de la invención de la vacuna y de los avances en medicina?
La humanidad siempre ha sido azotada por infinidad de epidemias. En Europa se han registrados docenas de ellas a lo largo de la historia: La peste Antonina (siglo II), La peste negra (siglo XIV), el cólera (1826-1837) o la mal llamada gripe española (1918-1919) son algunas de ellas. Resulta que la provincia de Málaga sufrió la peor registrada, entre 1803 y 1804, con la pérdida de casi la mitad de su población. Su nombre: la temible fiebre amarilla.
El foco se produjo en Cádiz y Sevilla alrededor del 1800. Tres años más tarde se expandió a Málaga y Alicante. Un mosquito que venía de los trópicos fue el encargado de traerlo, el cual sobrevivió reproduciéndose en el agua insalubre de los barcos comerciales. Es por ello que las zonas mayormente afectadas se establecieron en la costa, especialmente en las ciudades portuarias.
En aquellos años la medicina se encontraba todavía en pañales. A la altura de 1803, cuando el brote de fiebre amarilla aparece en la capital malagueña, nadie conocía los efectos devastadores de esta enfermedad. Así que se enfrentaron a un enemigo feroz, totalmente desconocido para los médicos de la época. Lo comparaban a otras enfermedades febriles y las maneras de tratarla eran muy poco eficaces. Un año después, el 30 de agosto de 1804, El cónsul de Estados Unidos en Málaga, William Kirckpatrick, narra en una de sus correspondencias:
“No puedo saber qué nombre se le da ahora a la enfermedad, aunque parece ser altamente contagiosa, si hemos de juzgar por el gran progreso que ha hecho en poco tiempo, y presumo que debe ser de la misma naturaleza que la que se experimentó aquí el año pasado, muchos de los enfermos, estoy seguro, se volvieron amarillos (…) No encuentro que la Enfermedad se haya propagado a ninguna de las Ciudades o Pueblos vecinos, excepto a Vélez-Málaga, donde algunos malagueños han sido llevados allí, después de cuatro o cinco días de Enfermedad, con síntomas de naturaleza similar a los observados aquí”.

Lo que sí se sabía con certeza era que la enfermedad se transmitía a través de las personas y sus pertenencias. Algunos métodos preventivos tradicionales consistían en “Pasar por vinagre” las correspondencias, como así ocurrió con las cartas que salían de Andalucía al resto de España. Otro caso, como ocurrió en Málaga, fue el de cañonear sin munición las calles para limpiar las “miasmas” del aire. En Vélez quemaron colchones y sábanas del Hospital de san Juan, fumigaron sus habitaciones y quemaros los cadáveres antes de enterrarlos. Ninguno de estos remedios fue de tan poca eficacia como la solución religiosa. Sacaron en procesión a la virgen de los Remedios en varias ocasiones, alcanzando esta patrona tanta popularidad que desde entonces se erigió como el culto principal del municipio.
En realidad, los métodos oficiales se basaban en la creación de cordones sanitarios y el aislamiento de los infectados. Esto, indudablemente, paralizó la vida económica y laboral, lo que llevó a situaciones de penurias extremas. En la cuestión de los infectados, creaban puntos de aislamiento fuera de la ciudad, los llamados lazaretos, que eran básicamente más que lugares de tratamiento, edificios donde abandonaban a los enfermos a su suerte. Nadie quería ser llevado a un lazareto por las condiciones precarias del mismo, así que muchos preferían morir en casa, solos o acompañados por sus familiares. En Vélez-Málaga hubo tres lazaretos, uno para mujeres en la ermita del Cerro, otro en una casa en Cabrillas para los presidiarios y otro para los hombres en una finca en el Prado del Rey propiedad de Francisco Ortega.
La muerte comienza a hacer estragos en el municipio a partir de agosto de 1804. Un año antes, la epidemia había arrasado la capital. Vélez se salvó entonces, haciendo que las autoridades se vanagloriaran con la falsa creencia de que habían vencido al “monstruo”, cosa que no fue así. Los médicos locales, en un principio, creyeron que las fiebres que afectaban a la población veleña eran del tipo “intermitentes” propias del verano. ¿Cómo pudieron minimizar el peligro que se avecinaba? No lo sabemos. Pero lo cierto es que la oleada de muertes fue tan terrorífica que todo aquel que pudo (en especial las familias pudientes) huyó de la ciudad por miedo a contagiarse.

La situación se hizo desconcertante. El "vómito negro", como así lo llamaban, no hace distinción de clase y se lleva por delante a poco menos que la mitad de las autoridades políticas, frailes, militares, ricos y pobres de Vélez. Aparecieron cadáveres por las calles, algunos de ellos devorados por perros callejeros. El hospital de San Juan se colapsó, en los lazaretos comenzaron a morir a porrillos. La situación llegó a tal extremo que entre 4.000 y 5.000 personas perdieron la vida entre agosto y noviembre de 1804, en una población que por aquellos años rondaba los 12.000. Casi el 50% de la población sucumbió.
La epidemia de la fiebre amarilla dejó al municipio en unas condiciones nefastas, con un gran despoblamiento de la ciudad, pillaje, corrupción y vacío de poder.
Este fue el principio de un siglo, el XIX, repleto de calamidades.







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