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Testimonios del frente de guerra

Actualizado: 20 ago

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Antonio Gómez Fernández (El Borge, Málaga)


Tenía 17 años cuando estalló la Guerra Civil. Alcancé la mayoría de edad en el frente de Peñarroya (Córdoba). Antes de llegar allí, mi itinerario fue el siguiente: salí de mi pueblo, El Borge, rumbo a Málaga; de allí fui a Sevilla y, en Alcalá de Guadaíra, realicé la instrucción, que apenas duró un par de meses. Después, nos dieron los uniformes y nos enviaron al frente.


Entramos para relevar a un regimiento, y cambiábamos de posición según las órdenes recibidas. Recuerdo muy bien Cerro de las Águilas, Taberme, Pueblonuevo, Belmez, Peñaladrones, y otros lugares. Mi función era la de enlace del grupo de ametralladoras del 12.º Batallón de Granada, que más tarde se convertiría en el 15.º. En una ocasión nos desplegamos desde Belmez hasta Peñaladrones, atravesando varios cortijos antes de alcanzar nuestras posiciones. Entonces vimos a un grupo de requetés y falangistas huir en desbandada tras un ataque del Ejército Rojo, llegando incluso a traspasar las trincheras de Peñaladrones. Los republicanos capturaron a muchos prisioneros.


En uno de aquellos cortijos había un teléfono y un telégrafo, donde se encontraba el teniente del batallón. Yo recibía las órdenes por teléfono y debía recorrer los puestos para entregar consignas de relevo, cambios de contraseña y otras instrucciones. Incluso repartía las cartas que los soldados recibían de sus familias. La trinchera era larga y estaba protegida por alambradas. A veces me sorprendía un tiroteo o un bombardeo. Veía caer las bombas con claridad y a muchos soldados saltar por los aires. La actividad bélica era casi constante.

Teníamos un furriel que, por una pequeña cantidad de dinero, nos cocinaba. Pero debía de ser bastante malo, porque un día el cabo vino, probó la comida y, de una patada, tiró la olla con todo el zafarrancho.


En Peñarroya hubo muchas bajas. También abundaba la miseria. Nuestras camisas eran el hogar de las plagas de piojos. Recuerdo que, una tarde, relevamos a los soldados marroquíes. Yo llevaba el trípode de la ametralladora. Se veían numerosas fogatas a lo largo del frente. Entonces comenzó un bombardeo. Me eché al suelo y monté el trípode. Pasamos toda la noche en aquella posición, haciendo de centinelas.


Tras la guerra estuve destinado en Córdoba y luego en Cádiz. Allí me alisté en la División Azul, y me enviaron al frente ruso. Durante el trayecto pasamos por Francia, Alemania, Polonia, Lituania y Estonia. Allí sufrimos un frío terrible. ¡Imagínate! A más de cuarenta grados bajo cero, en el lago Ilmen, cerca de Novgorod. Éramos unos veinte mil soldados. En Rusia la situación era muy difícil. Nos posicionábamos en las trincheras, pero nadie sabía con certeza dónde estaba el enemigo, y ese era el gran problema. Como había muchos bosques y los rusos conocían el terreno a la perfección, siempre contaban con el factor sorpresa. Fue terrible. Transportábamos los cañones con caballos. En mi compañía había unos 186 caballos, y se necesitaban cuatro por cada cañón. Yo era guía, siempre montado en el mío.


Veíamos cómo los alemanes conquistaban pueblos con tanques. Cuando llegaba el deshielo, todo se convertía en un lodazal. Los alemanes nos decían: “Español, tanque”, al vernos cargar los cañones como mulos.


Para alimentarnos, a veces teníamos que buscarnos la vida. Los rusos almacenaban las cosechas de patatas en sótanos, cubiertos por puertas de madera y camuflados con hielo. Guardaban las patatas entre paja y centeno. Tanto los rusos como las rusas nos trataban mejor que a los alemanes. Nos regalaban camisas y patatas, y nos dejaban dormir en sus camas, al calor. Yo dormí junto a un compañero cordobés en la cama de una familia rusa. Les pedíamos que nos avisaran si se acercaba algún oficial. Dormíamos con el fusil debajo de la cama.


En Novgorod sufrimos un gran ataque. Dormíamos en casas vacías, donde encendíamos hogueras para soportar el frío. Una noche, al escuchar un fuerte estruendo de motores en la calle, bajamos. A nuestro lado había un sacerdote celebrando misa. Comulgamos y seguimos a los camiones, que no dejaban de pasar en dirección a las afueras de la ciudad. En la línea del bosque comenzaron a replegarse. Acto seguido empezó el bombardeo y el tiroteo. Muchos de mis compañeros murieron por las bombas. También cayeron alemanes y belgas que, como nosotros, luchaban del lado de los nazis. Llegamos a un pueblo, lo rodeamos, y los alemanes organizaron un cerco en el que murieron muchos soldados soviéticos.

Después de aquello, la guerra mundial terminó para mí.


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Juan Antonio Gallardo Ruiz (Vélez-Málaga)


Ahora éramos refugiados en nuestro propio país. Nos trasladaron en trenes de carga desde Almería hasta Figueras. Allí nos dieron lentejas, de esas pequeñas destinadas al ganado, acompañadas de un poco de carne. Desde Figueras nos llevaron al Santuario de la Salud, en Terradas, muy cerca de la frontera con Francia. Nos alojaron en la iglesia, junto a ocho o nueve familias, todas andaluzas. El sacristán nos servía potaje, y comíamos hasta saciarnos.

Yo, inquieto como era, y con apenas 15 años, me fui a trabajar a Figueras, en un campo de aviación. En aquel lugar sufrí varios bombardeos de la aviación alemana. Después fui a Garriguella (Gerona), un pueblo cercano a Rosàs. Trabajé en la construcción de un camino para subir cañones a las elevaciones del terreno. Nos pagaban un jornal y nos trataban casi como si fuéramos soldados. Tres o cuatro de nosotros dormíamos en la playa, en una choza.

Estando allí, llegó una orden del Gobierno que solicitaba 10.000 voluntarios para el cuerpo de Carabineros. A pesar de mi edad, logré alistarme porque al menos dos personas me avalaron. Me hicieron los papeles en el castillo de Figueras. Pero en cuanto se lo conté a mi familia, mi hermano me dijo: “¿Pero tú dónde vas?”, y me rompió los documentos. No obstante, yo insistí.

Volví a alistarme. Me llamaron enseguida e hice la instrucción. Me enseñaron lo básico: el paso militar y a manejar el fusil. Poco después me destinaron a la Mamblas de Oria, me entregaron bombas de mano —que ni siquiera sabía usar— y me trasladaron al frente del Segre, en el sector del Ebro. Estuve en Seró, un pequeño pueblo de Lérida, y viví la batalla final del Ebro, justo antes de la caída de Barcelona.


Cuando comenzó la batalla, fue terrible. Caían tantas bombas que tuve que refugiarme en la chabola de la trinchera. La aviación causó muchas bajas. Las tropas nacionales rompieron el frente, y yo escapé ladera abajo, con mi fusil y la cartuchera. Entonces escuché: “¡Manos arriba!”. Me asusté. Un soldado me tranquilizó diciéndome: “¡No pasa nada, muchacho, somos españoles todos!”. Pero un soldado marroquí, que iba con ellos, se me acercó amenazándome: “¡Dámelo [el abrigo] o te mato!”. No tuve más remedio que entregárselo.


Tras ser hecho prisionero, me llevaron a un pueblo y me entregaron a la Guardia Civil, que me ofreció macarrones para comer. Tenía tanta hambre que me los comí con las manos. Después me trasladaron en tren a León, al antiguo Hotel San Marcos, que se había convertido en prisión. Cada vez que entraba un guardia, debíamos ponernos firmes. Una vez, un guardia civil entró y un anciano que estaba sentado a mi lado no se cuadró. Lo agarraron, lo levantaron del suelo y le propinaron cuatro bofetadas. A mí me dio un vuelco el estómago y rompí a llorar. El guardia, al verme, me agarró por los brazos y me dijo: “¿Tú qué? ¿Lloras por cojoncillos también?”. Pero me dejó en paz.


Más tarde nos metieron en un tren y nos llevaron a un campo de concentración en Avilés. Estuvimos allí unas seis o siete semanas. Me encontré con un paisano de Vélez, Antonio Millet. Me dedicaba a repartir libras de chocolate y pastillas de jabón entre los presos. Dormíamos en el suelo, apretados, sin espacio. Nos obligaban a pasar por duchas y por máquinas de vapor para desparasitarnos. Nos poníamos en fila unos 1.500 presos, con nuestras perolas en la mano. El plato principal solía ser latas de sardinas. Un teniente se encargaba de supervisar las raciones. Por la mañana, al mediodía y por la noche nos obligaban a cantar el Cara al sol frente a un tablado donde se colocaban los oficiales.


Una vez seleccionaron a varios para un batallón de trabajadores, y a mí me enviaron al botiquín para pasar reconocimiento médico. Sin embargo, un teniente, al darse cuenta de que yo aún era menor de edad, cogió las fichas y me excluyó del listado. Me aconsejó que, si quería salir de allí, solicitara un aval desde mi pueblo. Escribí a una tía mía de Vélez, y poco después llegó dicho aval. Gracias a ello obtuve la libertad provisional.


Finalmente, pude regresar a Vélez, donde me reencontré con mi padre tras tres años de guerra. Mi madre y mis hermanas habían cruzado la frontera hacia Francia. Gracias a la Cruz Roja pudieron regresar más tarde.


Emilio Fernández Burgos (Alfarnate, Málaga)


Cuando estalló la guerra, a mi quinta le tocaba hacer el servicio militar, y yo salí excedente de cupo. Sin embargo, movilizaron a todos los jóvenes: a los excedentes también, a los cojos y a los que no estaban cojos. Todos éramos buenos para la guerra. Así que me agregaron al Regimiento Victoria, que pertenecía a Málaga. A los soldados de este regimiento nos mandaron al frente de Alfarnate, al puerto de los Alazores, que colindaba con Granada. Y yo, que estaba a la espera de que me llamaran cualquier día, antes de que lo hicieran, fui a hablar con el capitán de mi batallón, que ya estaba en el pueblo. Había dos compañías, una en “Uceda” y otra en el “Cavado”. Y ahí ya ingresé yo en la mili y me quedé en Alfarnate.


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Íbamos vestidos de soldados. Yo pertenecía a la compañía que estaba instalada en el cortijo de La Breña, llevando morteros. Cuando no estábamos en el frente, estábamos en el pueblo. Al ser natural de Alfarnate, yo dormía en casa de mis padres, y me llevé a otros dos soldados de los que me hice amigo, dándoles posada. Otros alquilaban una casucha y allí se metían unos cuantos. Algunos dormían en la ermita. Las mujeres del pueblo les lavaban la ropa, les hacían la comida; yo no sé lo que les pagaban ni lo que ellas cobraban.


A los soldados nos daban un real. Y un soldado con un real, ¿qué iba a hacer, si cuando comprábamos un paquete de cigarrillos ya nos quedábamos sin dinero? Así que también trabajaban en el campo, pero no había trabajo ni para los del pueblo. Había quien se aprovechaba y pagaba menos a los soldados. Dejaban a los mejores del pueblo sin trabajo, y se llevaban a los soldados para aprovecharse de ellos cuando no estaban en el frente.

En el frente de La Breña dormíamos en dos casas que había. El dueño también estaba allí, el pobre. Las condiciones no eran buenas. El frente estaba tranquilo; nosotros no llegamos a disparar hasta que atacaron los fascistas en febrero de 1937. Y cuando parecía que el ataque se había normalizado, llegó la hora buena para la huida. Cuando dijeron “¡Sálvese quien pueda!”, fue lo que hicimos; si no, nos mataban a todos. Aguantar lo que venía era imposible. Allí venía el mundo entero: muchos soldados, italianos, alemanes y moros. Estaban bien armados. Nosotros no teníamos ni fusiles ni balas suficientes.


Huíamos por la noche, y al amanecer también los vecinos se fueron, quedándose muy poca gente en el pueblo, solo quien quiso quedarse. Luego, si pasábamos por el Colmenar y había un soldado del Colmenar, se quedaba. Y si no le agradaba el régimen que traían los otros, pues a darle a la suela y tirar para Almería. Quien pudo pillar un camión o un coche, se fue corriendo hacia Motril, hasta llegar a Almería. Y en Almería estuvimos dos o tres meses, hasta que las brigadas nos localizaron, y luego ya salimos para Madrid y otros frentes.


Antes de huir, pasé por casa de mis padres, ayudé a cargarlos en un mulo que tenían, y les dije que se fueran enfrente del cortijo “Potril”, pues tenían unas tierras debajo de un tajo. Allí pasaron dos o tres días, hasta que regresaron a su casita, y no se metieron con ellos. A algunas personas las agarraron y se las llevaron para matarlas.


En la huida hacia Almería se vio de todo. Venían los aparatos por arriba bombardeando, y todo el mundo a correr a la desbandada. Porque en una carretera que iba como los pelos de la cabeza de personal corriendo de un lado a otro, pues el desbarajuste se formaba. Iban bombardeando y disparando a las criaturas. Eso es una cosa para no verla. Uno diciendo “¡Juanito!”, otro “¡niño!”. Las madres perdían a los hijos e hijas. Unos aparecieron, otros murieron y otros fueron a parar a Rusia. Esto es una cosa que no se puede contar; hay que verla.


Por la carretera de la costa no te podías esconder, porque iba llena de gente, y estaba entre el mar y los barrancos. Veías a una madre dando voces buscando a su niño de uno o dos años, y otra al suyo, y otra al suyo también. Ese angelito, ¿para dónde tiraba?, ¿quién lo recogía? Yo me salí de la carretera, porque ahí no cundía andar para adelante, y nos iban a pillar los nacionales por detrás. Entonces me fui por el campo. Llegué al cuartel de Almería. Tardé por lo menos una semana, porque había días que andaba y otros en los que no andaba nada, ya que había que estar escondido de los aviones que volaban y bombardeaban.


En Almería me presenté en el cuartel, ante mi compañía. Luego allí nos organizaron y nos distribuyeron en Madrid y otras partes de España. Yo fui a Segovia y por ahí. Íbamos a defender el norte del acoso del otro bando. En Bilbao y en el País Vasco mataron a muchas criaturas... Vi mucha gente muerta... De todo... Un día estabas muriendo y otro riendo. Lo que no podías era tener miedo; tenías que enfrentarte al que fuera y ya está.


Me trasladaron a la parte del Levante, a la zona de Valencia. Estaba la cosa más tranquila. Fui a un batallón de retaguardia. Se me inflamó la garganta y me operaron en Madrid. Me tiré un mes con lo de la operación. Padecía de anginas y tenía siempre la garganta inflamada.

En Barcelona, los nacionales nos estrecharon entre la mar y la playa para que no nos descarriáramos por ahí. Vino una orden para zarpar a las Américas, y yo me puse en la cola del barco México, pero cuando quedaban dos delante de mí, me pusieron la mano en el pecho y me dijeron: “Basta ya, está el cupo completo. En otra ocasión será...”.


Estando en Tarragona, iba un hombre por el campo, buscando hojas de zarza, de papa, y le digo: “Amigo, ¿eso para qué lo quiere usted?”. Y dice: “Me han dicho que esto se fuma también”. Y agarraba hojas de zarza, de papa, de varias cosas, y de ahí apañaba un cigarrillo y se lo fumaba. El tabaco que me daban a mí y a los demás era racionado para toda la semana. Y le dije que mi tabaco se lo iba a regalar. “De aquí en adelante, mientras yo esté por aquí, no le va a faltar tabaco, ni se lo voy a cobrar...”. “Hombre, para tanto no”, me dijo. “El tabaco... yo estoy mejor si no lo fumo que si lo fumo, así que ese tabaco va a ser para usted”. Y así hicimos amistad. Él vivía en una masía donde me arreglaban la ropa, a unos cuatro o cinco kilómetros de Tarragona.


Cuando terminó la guerra, enfermé de nuevo y volví al hospital. En cárceles no estuve; estuve en hospitales. Yo no sabía de qué bando eran los hospitales. Mi obligación era pasarlo lo mejor que pudiera sin decir quién era yo. Me fui acercando a mi casa a través de los hospitales y de las buenas personas que había en ellos. Y no podía pedirles ayuda, porque les perjudicaba.


Estando en un hospital de Zaragoza, entró uno diciendo: “¿Aquí hay un muchacho llamado Emilio Fernández Burgos?”. Entonces, al escuchar mi nombre, volví la cara. Era un señor vestido de paisano que yo ya había visto antes... Yo no sabía si era para bien o para mal, en aquellos tiempos en los que se los llevaban a puñados para matarlos. Querían solo informarse de mí. Llegó con otro que era teniente coronel, la superiora del hospital y aquel hombre que iba buscando hojas de zarza. Me presentó a su sobrino, que era teniente coronel de la plaza de Zaragoza. Y cuando me iban a mandar para mi casa, me preguntaron si quería trabajar, que si no tenía trabajo, él me colocaba. Pero yo le di las mil gracias y le dije que iba a ayudar a mi padre.


Volví a Alfarnate a los cuatro años largos. Antes estuve en la cárcel de Málaga, simplemente por ser soldado republicano, aunque allí estuve poco tiempo.

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*Testimonio extraído de la obra: GONZÁLEZ LÓPEZ, FRANCISCO MIGUEL (2008): República y guerra civil en la Axarquía. El caso de Colmenar. Ayuntamiento de Colmenar.

** Fotografía de la Biblioteca Digital Hispánica.

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